sábado, 1 de marzo de 2014

-PRÓLOGO – [Gaston Gaudin file] Los pasos que siempre caminan solos.


Agosto, año 2014. Desconozco el día. Mi nombre es Gaston Gaudin, y busco al Doctor Nikolai Bashmakov. Vago solo por la desolada Chicago desde el día final, y he decidido grabar todo lo que me ocurre con el único objetivo de no perder la cordura ni olvidar el habla.
Hoy, justo después de que el sol coronara el cielo, llegó a mi decodificador de onda corta un mensaje de auxilio. La transmisión era cercana al instituto de lo que un día fue el barrio de Delaware street, al este de la ciudad. Un mensaje de auxilio… En tiempos como este los canales de onda corta se saturan con ellos, y no queda más remedio que acabar ignorándolos. No obstante este es distinto al resto: Este es el mensaje de un militar, y a día de hoy militar contiene dos significantes añadidos: Ayuda de combate… e información.
Con dicho propósito me muevo a través de la derruida quinta avenida, esquivando los  escombros de asfalto. Todavía quedan coches y otros vehículos en la carretera. Permanecen quebrados y oxidados, con algo de moho y helechos además de algún que otro arbusto que ha comenzado a aparecer  ya sobre la vieja lata, al igual que en el resto del paisaje. El camino está levantado, y los ruinosos edificios irreconocibles. Algunos aún logran mantener su esplendor, en pie a pesar de los impactos. Otros sin embargo son bañados por la mortecina luz del sol que los ilumina ya caídos, siendo no más que desvaídos reflejos de la gloria de antaño.
A medida que avanzo hacia la zona de emisión la gran avenida se pierde a mis espaldas para mostrarse ante mí la estampa de un barrio más cerrado y residencial, donde cada pequeña boca-calle puede ser la última que visite. No importa por donde pise, aquí mis botas encuentran siempre el sonido de los cristales rotos. No importa donde mire, aquí no hallo más que ruina y miseria... y ni un halo de vida.
El astro padre comienza a perderse en el horizonte, y con él las esperanzas de encontrar vivo al militar. Me gustaría avanzar más rápido, pero es difícil con los casi cuarenta kilos de carga que soporto. Botas pesadas, cuchillos, ametralladora, chaleco, visor nocturno, munición y víveres en el macuto, además del receptor de onda corta y las correas. No hago más que repasar mentalmente el equipo una y otra vez, pero no hallo material prescindible que me permita acelerar el paso.
Avanzo lento e inexorablemente decidido por la calle, cuyo viento golpea mis telas y cuero rasgado. Un calor exacerbado invade mi piel tostada, pero en el nuevo y derruido Chicago hace falta pasar calor para sobrevivir, y portar el kevlar a pesar del sol que lo convierte en sartén es un mal necesario.
El callejón permanece estrecho, y hojas de periódico impresos hace ya tiempo vuelan junto a la basura y el polvo que levanta la suave brisa de una calle totalmente vacía.
Tomo mi rifle FA-MAS y avanzo con todo el sigilo que me permite mi atuendo de color algo más oscuro que mi piel. Mantengo un ojo en la mirilla y un dedo en el gatillo. Sé que no hay ninguna presencia de ellos, lo sé, pero a veces un humano asustado o un lobo hambriento pueden ser más peligrosos que cualquier alienígena.
Caen piedrecillas a mi izquierda, apunto rápido, nada. Avanzo, ratas cruzan delante de mí, un cadáver de gato en un rincón, cientos de cucarachas… cada vez siento más  y más deseos de llegar al cruce. Entonces bajo el arma. No hace falta continuar.
Me deslizo a la derecha y apoyo mi espalda contra un levantamiento de asfalto que me permite cubrir casi todo mi cuerpo. Abro mi macuto y oculto mi presencia bajo el saco de dormir, y por último sello las aberturas de cualquier visión sin soltar ni un instante el dedo del gatillo.
Agacho la cabeza y trato de relajar la respiración lo máximo posible, no debo de hacer movimientos bruscos. El tiempo pasa, y el sol se termina de ocultar. Unos veinte minutos después de la puesta, los ruidos propios de una nave patrullera enemiga suenan al inicio de la calle. Sus focos termo-sensibles apuntan a uno y otro lado mientras planea lentamente. Una vez pasa mi posición guardo el saco en el macuto y corro continuando mi camino hasta llegar al cruce, donde tomo una nueva calle.
Ahora son los chalets y casas residenciales los que pueblan el terreno tras las aceras. Hogares, el instituto debe de estar cerca. Mientras avanzo, los cimientos de una de las casas terminan por ceder, y se viene abajo. El ruido atraerá seguro a cientos de criaturas hambrientas, por lo que me doy prisa en salir de ahí. Ahora no importa el ruido, lo que importa es correr.
Corro, corro a toda prisa mientras me coloco las gafas de visión nocturna, ya que el noventa por ciento de las farolas no funcionan, y el diez por ciento restante tan solo de forma intermitente. No importa el peso, mis músculos son recios, pero no aguantarán eternamente.
La calle se acaba, y tras los setos de un jardín y cruzar varios patios traseros llego a unos amplios aparcamientos al descubierto. El parking del instituto.
Una vez más tomo todas las precauciones necesarias y avanzo en solitario, tal y como venía haciendo desde hacía ya más de ocho años. Una pelota de baloncesto rueda por el suelo, mientras contemplo las canchas deportivas al otro lado de la verja. ¿Cómo habrá podido sobrevivir ese balón tanto tiempo?
Giro en torno al edificio para examinar los puntos de acceso y posibles peligros. Una puerta en las canchas, y dos secundarias más en la parte trasera además de la entrada a la casa del conserje y el acceso principal. Las ventanas están todas rotas, y algunas incluso poseen algún barrote. También hay un edificio separado del primero, aunque no consigo entender su funcionalidad.
No paro de observar las puertas, cuando llega entonces la señal. Se oyen ruidos en el interior.
No me hacen falta las gafas de visión nocturna para sentirlo, pues ya lo sé. Hay alienígenas esperándome 5tras las puertas del Delaware institute.















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