Agosto, año 2014.
Desconozco el día. Mi nombre es Gaston Gaudin, y busco al Doctor
Nikolai Bashmakov. Vago solo por la desolada Chicago desde el día
final, y he decidido grabar todo lo que me ocurre con el único
objetivo de no perder la cordura ni olvidar el habla.
Hoy, justo después de que el sol coronara el cielo,
llegó a mi decodificador de onda corta un mensaje de auxilio. La
transmisión era cercana al instituto de lo que un día fue el barrio
de Delaware street, al este de la ciudad. Un mensaje de auxilio… En
tiempos como este los canales de onda corta se saturan con ellos, y
no queda más remedio que acabar ignorándolos. No obstante este es
distinto al resto: Este es el mensaje de un militar, y a día de hoy
militar contiene dos significantes añadidos: Ayuda de
combate… e información.
Con dicho propósito me muevo a través de la
derruida quinta avenida, esquivando los escombros de asfalto.
Todavía quedan coches y otros vehículos en la carretera. Permanecen
quebrados y oxidados, con algo de moho y helechos además de algún
que otro arbusto que ha comenzado a aparecer ya sobre la vieja
lata, al igual que en el resto del paisaje. El camino está
levantado, y los ruinosos edificios irreconocibles. Algunos aún
logran mantener su esplendor, en pie a pesar de los impactos. Otros
sin embargo son bañados por la mortecina luz del sol que los ilumina
ya caídos, siendo no más que desvaídos reflejos de la gloria de
antaño.
A medida que avanzo hacia la zona de emisión la
gran avenida se pierde a mis espaldas para mostrarse ante mí la
estampa de un barrio más cerrado y residencial, donde cada pequeña
boca-calle puede ser la última que visite. No importa por donde
pise, aquí mis botas encuentran siempre el sonido de los cristales
rotos. No importa donde mire, aquí no hallo más que ruina y
miseria... y ni un halo de vida.
El astro padre comienza a perderse en el horizonte,
y con él las esperanzas de encontrar vivo al militar. Me gustaría
avanzar más rápido, pero es difícil con los casi cuarenta kilos de
carga que soporto. Botas pesadas, cuchillos, ametralladora, chaleco,
visor nocturno, munición y víveres en el macuto, además del
receptor de onda corta y las correas. No hago más que repasar
mentalmente el equipo una y otra vez, pero no hallo material
prescindible que me permita acelerar el paso.
Avanzo lento e inexorablemente decidido por la
calle, cuyo viento golpea mis telas y cuero rasgado. Un calor
exacerbado invade mi piel tostada, pero en el nuevo y derruido
Chicago hace falta pasar calor para sobrevivir, y portar el kevlar a
pesar del sol que lo convierte en sartén es un mal necesario.
El callejón permanece estrecho, y hojas de
periódico impresos hace ya tiempo vuelan junto a la basura y el
polvo que levanta la suave brisa de una calle totalmente vacía.
Tomo mi rifle FA-MAS y avanzo con todo el sigilo que
me permite mi atuendo de color algo más oscuro que mi piel. Mantengo
un ojo en la mirilla y un dedo en el gatillo. Sé que no hay ninguna
presencia de ellos, lo sé, pero a veces un humano asustado o un lobo
hambriento pueden ser más peligrosos que cualquier alienígena.
Caen piedrecillas a mi izquierda, apunto rápido,
nada. Avanzo, ratas cruzan delante de mí, un cadáver de gato en un
rincón, cientos de cucarachas… cada vez siento más y más
deseos de llegar al cruce. Entonces bajo el arma. No hace falta
continuar.
Me deslizo a la derecha y apoyo mi espalda contra un
levantamiento de asfalto que me permite cubrir casi todo mi cuerpo.
Abro mi macuto y oculto mi presencia bajo el saco de dormir, y por
último sello las aberturas de cualquier visión sin soltar ni un
instante el dedo del gatillo.
Agacho la cabeza y trato de relajar la respiración
lo máximo posible, no debo de hacer movimientos bruscos. El tiempo
pasa, y el sol se termina de ocultar. Unos veinte minutos después de
la puesta, los ruidos propios de una nave patrullera enemiga suenan
al inicio de la calle. Sus focos termo-sensibles apuntan a uno y otro
lado mientras planea lentamente. Una vez pasa mi posición guardo el
saco en el macuto y corro continuando mi camino hasta llegar al
cruce, donde tomo una nueva calle.
Ahora son los chalets y casas residenciales los que
pueblan el terreno tras las aceras. Hogares, el instituto debe de
estar cerca. Mientras avanzo, los cimientos de una de las casas
terminan por ceder, y se viene abajo. El ruido atraerá seguro a
cientos de criaturas hambrientas, por lo que me doy prisa en salir de
ahí. Ahora no importa el ruido, lo que importa es correr.
Corro, corro a toda prisa mientras me coloco las
gafas de visión nocturna, ya que el noventa por ciento de las
farolas no funcionan, y el diez por ciento restante tan solo de forma
intermitente. No importa el peso, mis músculos son recios, pero no
aguantarán eternamente.
La calle se acaba, y tras los setos de un jardín y
cruzar varios patios traseros llego a unos amplios aparcamientos al
descubierto. El parking del instituto.
Una vez más tomo todas las precauciones necesarias
y avanzo en solitario, tal y como venía haciendo desde hacía ya más
de ocho años. Una pelota de baloncesto rueda por el suelo, mientras
contemplo las canchas deportivas al otro lado de la verja. ¿Cómo
habrá podido sobrevivir ese balón tanto tiempo?
Giro en torno al edificio para examinar los puntos
de acceso y posibles peligros. Una puerta en las canchas, y dos
secundarias más en la parte trasera además de la entrada a la casa
del conserje y el acceso principal. Las ventanas están todas rotas,
y algunas incluso poseen algún barrote. También hay un edificio
separado del primero, aunque no consigo entender su funcionalidad.
No paro de observar las puertas, cuando llega
entonces la señal. Se oyen ruidos en el interior.
No me hacen falta las gafas de visión nocturna para
sentirlo, pues ya lo sé. Hay alienígenas esperándome 5tras las
puertas del Delaware institute.
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